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¿Esa edad tengo yo?

¿Esa edad tengo yo?

Era una mañana cualquiera. José Luis leyó en el periódico “un hombre de 42 años…” y de repente cayó en la cuenta: “anda, pero si yo tengo 42 también”. Se sorprendió. Había visto la noticia con distancia y se había formado su propio estereotipo de esos 42 años, que no encajaba con su imagen de sí mismo.

A la hora de activar un estereotipo, nos influyen las ideas preconcebidas que tenemos del mundo, que hemos recibido a través de las películas, las novelas, o cualquier medio que contribuya a crear las imágenes que tenemos del mundo. Todos guardamos estereotipos sobre ciertos conceptos, aunque a veces no nos sirven de mucho.

Es curioso cómo vemos la edad distinta si se trata del “otro”, en abstracto, o de nosotros mismos, sobre todo conforme nos hacemos adultos. Se produce una separación entre la edad subjetiva y la objetiva, y los estereotipos nos ayudan a separarlas.

Tendemos a imaginar a una persona adulta con determinado aspecto, atuendo, o actitud (de señor o señora), mientras que cada vez son más las personas que alargan su identidad con un aspecto juvenil o desenfadado, que acompañan con una actitud de persona que no se siente particularmente mayor.

El niño que llevamos dentro, junto a nuestra faceta inmadura o infantil, muchas veces nos influye más que nuestra parte adulta y civilizada. A veces, para ser adultos, nos limitamos a lo que “debe hacer” un adulto, pero prevalece nuestra parte sin “domesticar”.

Aunque seamos jóvenes, o nos sintamos así, hay varias situaciones en la vida cotidiana en las que nos topamos de frente con “el paso del tiempo”:

-Cuando vemos una foto antigua: ¿Recuerdas las fotos de tus bisabuelos? ¡Era todo lo contrario a como es ahora! Eran jóvenes y vestían como mayores. En las fotos en blanco y negro salen personas de veintipocos años con grandes bigotes y posturas rígidas. Decimos “mira qué pintas llevaban”. A los 20 años eran adultos establecidos, que se casaban y formaban una familia.

-Cuando vemos a un antiguo amigo al que hace muchos años que no veíamos y comprobamos que le reconocemos por la mirada, por sus gestos, pero le vemos claramente cambiado y envejecido. Nos damos cuenta de la diferencia que hay entre ver a alguien todos los días, que no percibimos sus cambios, y verle después de mucho tiempo, que notamos un gran escalón de una imagen a otra y nos impacta.

-Cuando escuchamos a alguien diciendo “tengo 75 años; parece mentira, no me lo creo ni yo” Y por un momento somos conscientes de que esa persona mantiene su forma de ser como cuando era joven. Su personalidad no ha cambiado, sólo “la chapa”, “el envoltorio”, el plano físico lo ha hecho. Nos asombramos de que pueda mantenerse intacta la esencia de la persona aunque su piel se haya llenado de arrugas. Da que pensar.

Mujer joven con sombra de mujer vieja

Cada persona lo asume de manera diferente y tiene sus propias sensaciones y pensamientos, pero suele ocurrir que las personas más ansiosas piensen más en esto y les produzca más vértigo. “El tiempo vuela”, “cómo pasa el tiempo”, “el temor a envejecer o a la muerte”, suelen ser temas de conversación o pensamientos centrales de las personas que tienen una clara tendencia a la ansiedad.

Hay una parte de nosotros que parece no querer darse cuenta del paso del tiempo y de la levedad de nuestro paso por el mundo; pero de vez en cuando ocurre algo que nos pone esta realidad delante de los ojos y entonces reflexionamos.

Esta toma de conciencia, si la persona ya se encontraba vulnerable, podría favorecer incluso la depresión. Si una persona se pone a pensar “ya tengo 40 años; ¿y qué he hecho con mi vida? ¿qué ha sido del abanico de posibilidades que tenía? ¿he logrado algo que merezca la pena?”, puede entrar en un bucle que puede durar desde unos minutos a unos meses.

Cuando alguien se niega a ver este hecho (que el tiempo pasa para todos) y a actuar en consecuencia, nos encontramos con el Síndrome de “Peter Pan”: tener 50 años y querer vivir como cuando tenías 20, por ejemplo. Esto puede resultar patológico por lo poco adaptativo que es para la felicidad de esa persona.

Sea como fuere, a mí personalmente no me parece nada malo conservar algo de la niñez (ilusión, capacidad de asombro, ganas de juego…) o vernos más tiempo jóvenes, ya que eso nos aportará frescura. Siempre y cuando uno se ocupe de tener “la cabeza bien amueblada” y que no esté reñido con la asunción de ciertas responsabilidades, para poder adaptarse lo mejor posible al mundo en el que vive.

 

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