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La incomodidad de no ser coherentes.

La incomodidad de no ser coherentes.

A todos nos encanta pensar que somos personas coherentes, pero como seres imperfectos que somos, la realidad es que no siempre conseguimos hacer lo que decimos o lo que pensamos. A la sensación que produce percibirnos incoherentes en psicología se llama disonancia cognitiva, una especie de incomodidad o tensión al ser conscientes de que en nuestro pensamiento hay una encrucijada que no nos cuadra. Por el contrario, ser coherente sería cuando lo que sé, lo que quiero y lo que hago van en la misma línea. Ejemplos de incoherencias serían: Mantener dos ideas incompatibles o contradictorias; decir o pensar una cosa y hacer otra distinta; decidir que hemos dejado de hacer algo y a pesar de eso hacerlo. Si nuestra incoherencia no nos crea incomodidad, entonces es posible que tengamos otros problemas diferentes, como falta de conciencia de un problema, falta de disciplina, falta de autocontrol o falta de motivación. Cuando nuestras creencias no van en el mismo sentido que nuestros actos, podemos hacer dos cosas: -Una es dar más valor a la opción elegida en este momento y darle menos a la alternativa no seleccionada, de forma que damos importancia a lo que más nos interese. Por ejemplo, “por una copa no me va a pasar nada; es sólo algo agradable que me quiero permitir”, o “sólo es un trozo de pastel; luego hago ejercicio y lo quemo. Si no puedo darme un pequeño premio, ¿qué me queda?” Esto explica nuestra tendencia a la autojustificación y la autoindulgencia. Al justificarnos conseguimos reducir la ansiedad que nos provoca nuestra actuación, conseguimos darle una coherencia y una validez. Negamos nuestra...
¿De qué tienen miedo los nenes?

¿De qué tienen miedo los nenes?

Los padres sufren cuando sus hijos pequeños se despiertan por la noche. Sufren por los niños, porque les crea impotencia oír “papá, tengo miedo” y no saber cómo aliviarles esa emoción negativa. Y también sufren en primera persona, por ellos mismos, porque despertarse en pleno sueño no le sienta bien a nadie. Muchos papás intentan convencer a los pequeños de que no hay nada que temer. Abren los armarios y miran debajo de la cama, se deshacen en argumentos para demostrar lo que para un adulto es tan evidente. Pero no pueden tranquilizarles por mucho que hagan, porque el miedo forma parte del desarrollo evolutivo del niño, de su evolución natural. En algunos casos, es cierto que el miedo es exagerado, crea demasiado malestar y se sale de lo normal para la edad del niño. Si es así, se puede intervenir psicológicamente. En una ocasión tuve la oportunidad de acudir a una interesante conferencia sobre miedos infantiles. La ofrecía Mireia Orgilés, doctora en psicología que coordina la Unidad de Terapia de Conducta Infantil en la UMH. En ella aprendí cuáles son los miedos principales que suelen aparecer en las primeras etapas de la vida, según la investigación. Esta información puede ayudarnos a comprender mejor a los niños. En su primer año de vida, los bebés tienen miedo a estar separados de sus padres, a personas u objetos extraños, a ruidos fuertes, a las alturas y a la pérdida de apoyo (físico). De 1 a 3 años, siguen teniendo miedo a todo lo anterior, a lo que se añaden los fenómenos naturales, como la lluvia y los truenos, y también...
Hipocondria.

Hipocondria.

Daniel ha tomado mucho el sol este verano, se encontró un lunar nuevo y estaba convencido de que era un cáncer de piel. Creía además que la evolución sería larga y dolorosa. Se imaginaba cómo sería recibir el diagnóstico, padecer un tratamiento que no funcionaría, sufrir el deterioro, para finalizar con la muerte y cómo todo esto afectaría a sus seres queridos. Los temores de Daniel iban cambiando de matices, pero siempre en torno a la enfermedad. Estamos hablando de la hipocondria. Aunque aún en algunos manuales figura como “Trastorno somatoforme”, es un Trastorno de ansiedad. Las personas que lo padecen tienen miedo a la evolución de una grave enfermedad, pues la imaginan de progreso lento y angustioso. Están alertas ante cualquier signo sospechoso de su organismo, y cuando lo detectan su ansiedad se dispara, y con ella sus pensamientos catastróficos. Una alta proporción de hipocondríacos tiene, además, ataques de pánico. ¿Qué hacía Daniel para reducir su malestar? Pues consultar al médico, buscar información en Internet, o preguntar a sus seres queridos. A parte, revisaba su propio cuerpo tantas veces como se le ocurría para descartar cualquier señal de peligro. Se miraba con atención y con lupa en modo detectivesco, se tocaba, incluso se pesaba para valorar su estado de salud más general… Y todo esto, que en principio lo hacía para descartar síntomas de la enfermedad, se convertía en un rastreo de tales síntomas. En realidad es como si estuviera empeñado en encontrarlos. Cuando preguntaba al médico y éste le decía que no tenía nada se tranquilizaba, pero le duraba poco el consuelo. No se quedaba conforme y...
¿Te sabes organizar? Di la verdad… (Parte II)

¿Te sabes organizar? Di la verdad… (Parte II)

El aprovechamiento de nuestro tiempo depende de la capacidad de gestionarlo bien. El tiempo es un recurso, y como todo recurso, podemos utilizarlo mejor o peor. Para dominar la gestión del tiempo es necesario establecer un equilibrio entre el corto plazo (tareas cotidianas) y el largo plazo (prever el futuro). 6 acciones que trabajó Patricia para gestionar mejor el tiempo: 1) Planificar: Hacer un plan de actuación antes de empezar, para no caer en la trampa de actuar con improvisación, reaccionando ante lo que ocurre. Enumerar metas diarias, que puede hacerse tanto en una agenda como en una hoja suelta. Lo importante es la finalidad: tener a mano las tareas que tengamos que hacer en una lista limitada, para poder ir tachando elementos de la lista y poder ver nuestro avance. Debe ser flexible y dejar un margen para adaptarse a los imprevistos diarios, pero con intención de cumplirlo para sentir control. 2) Distribuir: Asignar a cada actividad un espacio en el horario: siendo realistas y no creyendo que una actividad se desempeña en el mismo tiempo que utilizamos para pensar en ella (un segundo o menos). Recordar que una tarea puede tener unos pasos y tendremos que pasar por todos ellos para terminarla. Saber el tiempo que dedicamos a cada cosa, para ver si está bien distribuido. Por ejemplo, si tenemos 100 minutos y 10 cosas para hacer, podríamos dedicar 10 minutos a cada cosa. 3) Definir la prioridad y el objetivo de cada actividad, para poder emplear un tiempo proporcional a su importancia: ¿Qué es lo más urgente, y por tanto tenemos más prisa por terminar? Cuidado, porque muchas veces...
¿Te sabes organizar? Di la verdad… (Parte I)

¿Te sabes organizar? Di la verdad… (Parte I)

“Nadie tiene suficiente tiempo. Sin embargo, todos tenemos todo el que hay”. Patricia fue a consulta porque tenía la sensación de estar sobrecargada. En el trabajo siempre iba a galope, apagando fuegos conforme se los encontraba, y sintiendo que nunca estaba al día con nada. Como consecuencia, muchas veces utilizaba su tiempo de ocio para adelantar tareas de trabajo. Sentía que su vida no le pertenecía. Esto le provocaba ansiedad, muchos pensamientos oscuros y bajaba su motivación. “No sé qué hago con el tiempo, que se me va. No lo entiendo, porque trabajo las mismas horas que todo el mundo.”, “No puedo quedar con nadie a charlar, no tengo ni un hueco”, “No puedo seguir así”. Todas estas quejas y algunas más tenía Patricia cuando acudió a consulta. La sensación de falta de tiempo era su principal motivo de estrés y agobio. “No sé delegar, porque no me fío. En el fondo creo que mejor que hago yo ciertas cosas no lo haría nadie, así que lo único que consigo es asumir más trabajo del que me toca.” De ahí venía en parte su sobrecarga y su fatiga. Estar exhausta le llevaba a estar desconcentrada y esto último, a cometer más errores. Y al final se sentía muy mal. “No sé calcular la cantidad de tiempo necesario para hacer las tareas y suelo creer que cabe más trabajo en mi jornada del que realmente cabe, de modo que mi lista de tareas pendientes va en aumento, lo cual me frustra.” Y claro, ofuscada no se siente capaz de tomar algunas decisiones, y entonces acumula más tareas pendientes, entrando en un...
¿Esa edad tengo yo?

¿Esa edad tengo yo?

Era una mañana cualquiera. José Luis leyó en el periódico “un hombre de 42 años…” y de repente cayó en la cuenta: “anda, pero si yo tengo 42 también”. Se sorprendió. Había visto la noticia con distancia y se había formado su propio estereotipo de esos 42 años, que no encajaba con su imagen de sí mismo. A la hora de activar un estereotipo, nos influyen las ideas preconcebidas que tenemos del mundo, que hemos recibido a través de las películas, las novelas, o cualquier medio que contribuya a crear las imágenes que tenemos del mundo. Todos guardamos estereotipos sobre ciertos conceptos, aunque a veces no nos sirven de mucho. Es curioso cómo vemos la edad distinta si se trata del “otro”, en abstracto, o de nosotros mismos, sobre todo conforme nos hacemos adultos. Se produce una separación entre la edad subjetiva y la objetiva, y los estereotipos nos ayudan a separarlas. Tendemos a imaginar a una persona adulta con determinado aspecto, atuendo, o actitud (de señor o señora), mientras que cada vez son más las personas que alargan su identidad con un aspecto juvenil o desenfadado, que acompañan con una actitud de persona que no se siente particularmente mayor. El niño que llevamos dentro, junto a nuestra faceta inmadura o infantil, muchas veces nos influye más que nuestra parte adulta y civilizada. A veces, para ser adultos, nos limitamos a lo que “debe hacer” un adulto, pero prevalece nuestra parte sin “domesticar”. Aunque seamos jóvenes, o nos sintamos así, hay varias situaciones en la vida cotidiana en las que nos topamos de frente con “el paso del tiempo”: -Cuando vemos una foto antigua:...